13 en punto
I.
Le mató porque la hizo famosa. Peor, famosa en TikTok.
Julieta tenía una librería: pequeña y oscura y tranquila; el suelo rechinaba bajo los mocasines de la clientela. Así le gustaba, un nicho para coleccionistas de lo oculto. Las lámparas de cristal apenas iluminaban a los ricachones excéntricos que desempolvaban caprichos de entre sus estanterías ante el vapor del té de jengibre.
Y llegó él, con gafas de sol en una tarde lluviosa. Se grabó en cada rincón: la estantería y su cara; el reloj de cuco y su cara; el sofá de terciopelo y su cara; la tacita de té de jengibre y su cara. No dio un sorbo y no gastó un céntimo, y su rastro a desodorante impregnó las páginas del tomo de magia ritual que Julieta exhibía en el mostrador.
Los adolescentes vinieron después. Grupos pequeños y flashes de móvil primero; luego manadas de deportivas con chicles bajo las suelas que retumbaban por la tarima. Dejaban manchas de Pumpkin Spice Latte en los estantes, arañaban los tomos encuadernados en piel de cordero nonato, hablaban y reían alto, y derramaban el té de jengibre por el suelo y el terciopelo y hasta en los zapatos de Julieta.
Así imaginaba el infierno.
Cuando él volvió, Julieta colocaba libros dañados en las baldas más altas. La campanilla tintineó y el olor a desodorante reptó por la librería hasta ella, con el libro de magia ritual en la mano. Descendió, cada peldaño chirrió bajo sus suelas, y le encontró encuadrando la tetera en su móvil para otro vídeo, y le dijo:
—¿No querría ver la estética del sótano?
Como dijo que sí, ella le empujó por las escaleras. Era mejor verlo de sopetón. Pero aquello no lo mató, fue ella aplastándole la cabeza con el tomo de magia ritual. El libro era grande, aunque la cabeza del chico lo era más, hicieron falta muchos golpes.
Tenía publicaciones programadas para dos meses. Nadie preguntó por él.
II.
Mató a la librera porque le canceló el pedido.
Valentina nunca toleró los noes, y el defectillo se le había acrecentado después de recibir la herencia de su último marido. Era nueva rica y nueva excéntrica, pero la más distinguida de entre la clientela de aquella librería. ¿Y no fue su dinero el que pagó la reforma del sótano? ¿Es que no fue ella quien le donó a la boba de Julieta ese sofá de terciopelo de la abuela de su ex marido?
Y ahora decía que cancelaba el pedido.
El tomo de magia ritual era la estrella de su próxima subasta, no podía hacerla sin él. Así que tuvo que matar a Julieta, con toda la tristeza que pudo reunir… y todo el dinero que pudo reunir, para un sicario, claro. Acababa de hacerse la manicura y no iba a estropeársela con sangre de rata de biblioteca.
III.
Mató a Valentina porque odiaba a los nuevos ricos.
Fue veinte minutos antes de la subasta, porque mientras doña Ágata ultimaba detalles, Valentina se pasó el rato reclinada en un diván y con una copa de cava entre las uñas.
Y la escuchó a hablar y hablar y hablar: sobre el dinero de su difunto marido, sobre el salón de manicura, sobre el tomo de magia ritual que tanto había sacrificado por conseguir, sobre una librera tonta, y sus logros y su fama y cómo era una fortuna que hubiera llegado ella, con sus millones frescos, a rescatar el negocio de doña Ágata que se hundía.
Mientras, Ágata trabajó. Su artritis protestaba mientras arreglaba la tela que cubría el sarcófago y extendía la baraja de tarot sobre la mesa y abrillantaba la superficie pulida y negra de los espejos de espiritista que habían formado parte de su colección privada hasta quel día.
Valentina rellenó la copa de cava, salpicó burbujas sobre los espejos y doña Ágata se encontró con la daga ritual en las manos. Dudó si el mejor lugar donde ofertarla sería ese cojín de terciopelo o las entrañas de su socia.
Al final, el pujador que se llevó el sarcófago se encontró con un regalito en su interior.
IV.
Mató a doña Ágata porque le crujían los dedos a todas horas.
No era el plan; la vieja ya tenía una edad, en cualquier momento se moriría sola, y Bruno era su ojito derecho. La última vez que Ágata peleó con sus hijas, él mismo la acompañó al notario y fue testigo de cómo le dejaba todo a él, incluso ese libro feo de magia ritual del que la vieja se encaprichó en la última subasta.
Pero los dedos le crujían así, como palomitas en el microondas; crujían mientras le tocaba a él la cara, y cuánto le revolvía eso las tripas. Así que, sin querer, chocó contra el terrario de escorpiones que la vieja tenía en el estudio, y todo fue un terrible accidente.
O eso dijo él, fingiendo pena en el velatorio, con dos billetes de avión para las Islas Caimán en el bolsillo interior de la chaqueta.
V.
Mató a Bruno, pero no porque fuera él quien asesinó a su madre (siendo sincera, Margarita también lo hubiera hecho), sino por la herencia.
La herencia, que no el dinero. El dinero es lo de menos cuanto creces en una familia de verdadero pedigrí, brota de los árboles cada primavera. Fue por la colección. La colección que su madre había acumulado entre subastas y tratos y ventas exclusivas, la mejor y más grotesca colección de pesadillas con la que nadie pudiera soñar. ¿Y para qué quería el yogurín de su madre aquel libro de magia ritual y todo lo demás, salvo para vendérselos baratos a los enemigos de la familia?
Mejor se los quedaría Margarita, por eso, antes de brindar con él por su viaje a las Islas Caimán, echó un pelín de veneno en su copa de Martini. Y brindaron por Ágata Ureña.
VI.
Mató a Margarita Ureña porque no le pagaba las horas extra.
Lottie estaba cansada, le dolía la espalda y le había tocado hacer de niñera para las gemelas diabólicas otra vez. De niñera. Ella, que tenía la carrera de filología y un máster en teoría literaria, rogando céntimos en la casa de unos ricos que no se conformaban una tutora de francés, no. Tenía que ser también peluquera, limpiadora, niñera y saco de boxeo personal para las gemelas diabólicas.
Así que cuando la señora Ureña le dijo que no, que no le pagaría más, le llenó la garganta con el paquete de pastillas que la señora tomaba para dormir. De pasada, también, se llevó ese libro oscuro que tenía sobre el escritorio, con las páginas manchadas de lo que parecía sangre.
Igual si lo vendía por eBay podría pagarse el alquiler.
VII.
Candela y Jimena mataron a su tutora de francés.
Fue porque hacía mucho sol y ella se puso insoportable con los fallos de gramática. Las queja les sirvieron para trasladar la clase de francés de la biblioteca al jardín, y de la sombra del ciprés a la orilla de la piscina, pero madame Lottie no se dio por vencida y siguió insistiendo en que si verbos, que si conjugaciones, que si todo mal, mal, mal. Y el sol pegaba muy fuerte contra la piscina.
Por eso Candela empujó a madame al agua, y Jimena le aguantó la cabeza bajo la piscina.
Cuando su padre llegó y la vio flotando, se ocupó de deshacerse del cuerpo. Las gemelas se quedaron con su bolso y, dentro, encontraron un libro bastante interesante.
VIII.
Las gemelas tuvieron un accidente, o eso aseguró su tío Bosco.
Se emborracharon y cogieron el Maserati para una fiesta de niños ricos, y qué tragedia, qué gran tragedia, que nunca llegaran y que estamparan el deportivo contra ese roble viejo que presidía la urbanización.
También fue él quien pagó al mecánico que examinó el coche para que no contara por ahí que el Maserati tenía rotos los frenos, y así no podrían culparle a él, ni a su chófer.
Aquellas dos eran una pesadilla, pero Bosco no hubiera sacrificado su deportivo si no fuera porque las dos hijas del demonio ya lo habían rayado. Se merecían algo peor y, por cobrarse un extra en la venganza, rapiñó todos los tesoros de la habitación de las crías, como ese libro viejo, con las páginas manchadas de sangre.
IX.
Tuvo que matar a Bosco porque se le estaba yendo de las manos.
Como jefe era terrible, como amante era peor; en realidad nunca le había gustado, aquel cuarentón rico y lánguido de linaje incestuoso, pero empezó con propinas a su sueldo y luego vinieron los regalos y después las amenazas con que si se largaba iría diciéndole a todo el mundo que era un estafador y un ladrón, ¿y quién querría un chófer así?
Luego pasó lo del Maserati y las gemelas, ¿cómo iba a largarse después de eso? Imposible, como Bosco le recordaba siempre: se había dejado comprar, ahora era suyo, tenía que acostumbrarse a vivir así.
Pero no podía, y acostarse con él era insoportable. Así que lo llevó un pelín más lejos cuando el jefe dijo que quería jugar, y no es que quisiera matarlo, pero se sintió bien viéndolo pelear y perder, y así lo mató.
Y el negocio de la semana siguiente, cuando tendría que llevar al jefe a vender un libro viejo de coleccionista, iría solo y sería, ahora sí, estafador y ladrón.
X.
Mató al chófer porque le tocó el jarrón. Era un jarrón muy exclusivo, muy caro, que le había regalado la difunta madre de su difunto esposo, con propiedades misteriosas, dijo la pobre doña Ágata, y aquel perro se atrevía a acariciarle las filigranas con el índice mientras ella firmaba su carta de dimisión.
Lo del jarrón fue una excusa, un detonante. Nieves siempre quiso que desapareciera. Era un trepa, un cazafortunas, y era repulsivo ver a roña como él tocar sus cosas. Su jarrón, su coche, su marido.
No es que quisiera a Bosco, pero le pertenecía igual que los pendientes de diamantes, y cuando vio al hombre que se lo robó tocar su jarrón, bueno, no pudo evitar reventarle la cabeza con el atizador de la chimenea.
Y cuando encontró ese libro viejo bien guardado en la maleta del chófer, se encargó de fingir un intento de robo. Fue una pena tener que romper aquel precioso jarrón también, en defensa propia.
XI.
Mató a doña Nieves por los zapatos.
Cuando Marta estudió diseño de moda, se imaginaba pasarelas y glamour, no ser el perchero de una ricachona que la paseaba de boutique en boutique en boutique como a un caniche sólo para desoír los consejos que le pedía. Con los zapatos, para el juicio, sí que le hizo caso, pero en cuanto llegaron a casa los miró y los miró y los miró con el mohín de una niña de tres años ante un plato de coliflor. Y dijo:
—Devuélvelos, son atroces.
Bueno, fue demasiado, demasiado, demasiado; y le clavó el tacón en el ojo por impulso. La sangre salpicó por todas partes y entonces Marta, en shock, se arrepintió, en shock. Pero se habría arruinado la vida si lo de que había matado a su jefa salía a la luz, así que fingió otro robo, porque tal vez aquel al que doña Nieves sobrevivió incluía cómplices y habían vuelto para llevarse lo que no consiguieron a la primera.
Como ese libro viejo y desgastado, por ejemplo.
XII.
Mató a Marta porque le manchó la alfombra de sangre.
La alfombra la tenía la mujer de su sobrino, pero era suya, de doña Magdalena; un regalo al que le tenía mucho cariño y que ahora era insalvable. Qué pena.
La muchacha había montado bien la escena, y lloró como una buena actriz, pero ella era una anciana y había visto mucho juego sucio desde su palco. No tenía a nadie, salvo a los gatos, y con nadie peleaba por su fortuna, así que nunca le interesaron los jueguecitos de los otros niños ricos. Ay, pero su alfombra. Su alfombra. Con lo bonita que era su alfombra.
Tuvo que matar a la chica, sin rencores. Mandó a su asistenta que le prendiera fuego al apartamento de la joven. Y su ropa de Gucci ardió, ardió bien. Pero justo antes del incendio, su asistenta rescató un libro viejo. Lo cogió porque dijo que le recordaba a los tesoros que la difunta hermana de doña Magdalena coleccionaba, y era cierto. El libro de magia ritual era lo más Ágata que había visto en mucho tiempo.
Le hizo tan feliz que la que lloró fue ella, y esa noche su asistenta y sus gatos disfrutaron de un festín.
XIII.
Maté a doña Magdalena.
Era su asistenta y cuidadora y le organizaba las pastillas, y no es que quisiera dejarlo, me gustaba el trabajo. La vieja no era mala, sólo rancia, como todos los vejestorios con dinero, y un poco rara, sí, el numerito que montó por la alfombra fue peculiar, pero yo le caía bien y a mí ella también. Y después pasó lo del libro.
Era un libro viejo y desgastado, con manchas de sangre en las páginas y el lomo, y doña Magdalena dijo que era de magia ritual. Lo colocó en un puesto honorífico de su biblioteca, pero jamás lo leyó.
Yo sí.
El libro estaba maldito, condenaba a su dueño a una muerte violenta y pasaría así a las manos de la siguiente persona, a la que también mataría. Y su poder crecería más y más, hasta que se pelearan guerras por él. Me pareció muy estúpido, y como no quería que doña Magdalena la palmara sin más, quemé el libro para romper la maldición.
Pero cuando me vio hacerlo, le dio un ataque al corazón.
Así que técnicamente, sí, la maté.
Lo bueno fue que me tocó su herencia, y los gatos, y la casa. La historia me recordó a una librería que hace tiempo se hizo famosa por el TikToker ese que desapareció, a la que solía ir con mis amigas hasta que cerró sin que supiéramos por qué.
Y me compré el local, para montar mi propia tienda. De las antigüedades de la pobre vieja tengo muchas que vender.
Érase una vez, en el curso de relato, nos tocó como propuesta encadenar una serie de micro-cuentos, y no se les ocurrió mejor forma de encadenarlos que con asesinatos como punto común. En el momento, empecé a escribir esto, pero no lo acabé porque iba a sobrepasar el límite de palabras y porque estaba harta de escribir sobre muerte y muerte, que era de lo que parecían ir todas las propuestas. Hoy ya no estoy harta, así que aquí está terminado.
En otro orden de cosas, ¡frescas noticias! La revista Retazos de ficción ha seleccionado mi relato La bicho, para que aparezca en su número uno sobre Body Horror. Como el nombre y el título indican, hay bichos y body horror, así que es a la par rarito y asqueroso. Saldrá en los próximos meses, atentos al asunto.
También me han seleccionado un relato para el especial de Halloween de Martes de Terror. Este va sobre hombres lobo, crímenes y demás… ¡será radioficción!
Y nada más por hoy, disfrutad de la spooky season y recordad que podéis comentar, susbribiros, compartir este relato por ahí… ¡Abrazos!