Malasaña: Unsolved
El mensaje de Nora decía: El piso es perfecto!!! Te encantará!!!!!
María llevaba con las cejas alzadas desde que lo leyó. Desconfiada no era, excepto cuando el concepto de la perfección de Nora se combinaba con un exceso de exclamaciones. Algo no cuadraba, seguro, porque los pisos perfectos se habían extinguido en la guerra de AirBnB contra la vivienda digna, y más si eran áticos, y más en Malasaña.
La única explicación lógica era que los vecinos de abajo fueran un puñado de narcos hípsters, por ejemplo, o que el edificio tuviera los cimientos carcomidos por algún moho extremadamente tóxico, o amianto en los tejados. Detalles que a Nora le parecerían minucias y que María, pese a todo, estaba dispuesta a aceptar a cambio de un balcón y suficientes horas de luz solar.
Aceptó echar un ojo al piso.
Y llegó temprano, pese a que Google Maps la guiara durante manzana y media en dirección contraria. Practicó en el espejo una expresión menos recelosa y más propia de una jovencita recién salida de la escuela de cine a la que no le aterroriza el mercado inmobiliario. El ascensor, antiguo, prometía traquetear hasta el último piso y enamorarla con sus filigranas vintage, su madera antigua y su asiento mullido. María escogió las escaleras, en honor a la objetividad.
Arriba, el ático esperaba con la puerta ya abierta: un vistazo al interior le sirvió para comprobar que era luminoso, como en el anuncio; y un vistazo al exterior le sirvió para frenar de golpe en el penúltimo escalón.
El casero también la esperaba. La esperaba encorvado en el umbral, casi amoldado al dintel, con el cuello agachado y la espalda torcida. Vestía de negro y el labio superior revelaba sus encías en una sonrisa que evidenciaba su desdén por el género humano. La claridad de septiembre por la mañana brillaba en el descansillo y sombreaba las arrugas del hombre. Podría haberse escapado de una película de Fritz Lang.
Y, por supuesto, Nora consideraría que un casero así sólo añadía valor al piso.
El hombre hizo un amplio gesto con el brazo e invitó a María a entrar. Ella se recompuso rápido, porque era grosero juzgar a alguien por lo mucho o poco que el expresionismo alemán hubiera influenciado su aspecto. Eso lo aprendió de tratar con tanta gente extraña en la escuela de cine. Así que recogió su buena educación, sonrió y ordenó a sus botas cruzar el felpudo.
La puerta siguió abierta tras ella.
El casero guio a María por la estancia sin más palabras que un soplido seco con el nombre de cada habitación según abría sus puertas. El ático, al contrario que su dueño, era acogedor, cálido, hogareño. Incluía ventanas amplias, una habitación con el techo abuhardillado, un salón equipado de un sofá que parecía mullido y cómodo, y un cuarto de baño con una bañera recién sacada de una revista de antigüedades. Sus patas doradas se curvaban en garras que arañaban el suelo. Estrafalario, del gusto de Nora.
No olía a humedades, ni a corrosión, ni a basura, ni a químicos sospechosos. Los anteriores inquilinos, fueran quienes fueran, no habían dejado ningún rastro desagradable con el que tuvieran que convivir.
El piso era perfecto, como dijo Nora.
Y eso sólo hizo que María desconfiara más.
Era el precio lo que la desconcertaba. No sólo asequible; barato. Ridículo, considerando el precio promedio de un piso en el barrio, en todo Madrid. Pero María se permitió dejar de pensarlo un poco cuando el casero la guio hacia el balcón (¡y vaya balcón!). Empezó a imaginarse cómo sería vivir allí: el ático lleno de cajas de mudanza, Nora poniéndolo todo patas arriba intentando montar las estanterías de Ikea, todas las plantas que colocaría en el balcón, sacar dos sillas y una mesita para desayunar allí juntas, a la luz del sol de otoño, con el olor a café flotando por el piso y un beso perezoso de Nora recién levantada, que se serviría media cafetera en un tazón demasiado grande. Tal vez, se dijo, mientras el hombre cerraba las puertas de madera antigua del balcón, podrían hasta adoptar un gato.
El casero seguía hablando y María sólo fue medio consciente de su cháchara. Desde que llegó, era la conversación más larga que le había dado. Afirmaba con la cabeza de cuando en cuando, admirando los fogones en la cocina y las filigranas en los grifos, el suelo de azulejos exquisitamente antiguos. Escuchó que él decía «grifos» y «gotear» y asintió, mirando de reojo al fregadero que, justo, escupió una gotita de color rojo no solicitada, y asintió otra vez, ya distraída con los encajes de la cortina.
Luego se detuvo y volvió a mirar al fregadero. Y del fregadero volvió a resbalar un goterón: espeso, redondo, oscuro. Rojo.
El casero también miraba al grifo, desapasionado.
—Como le decía —continuó él, y suspiró hondamente—, no hay manera de evitar que los grifos goteen sangre. Ya hemos probado de todo: exorcismos, limpiezas espirituales, revisión de las cañerías, feng shui, desatascadores… Nada. Mi recomendación es que, si ven que ocurre en más de un grifo a la vez, salgan a dar un paseo de tres o cuatro horas y regresen cuando el espíritu se haya calmado.
María parpadeó. Miró al grifo, que soltó otro goterón de sangre; miró al casero, alicaído frente a la luminosa ventana de la cocina, con sus arrugas y sus cejas espesas y su espalda de buitre.
—El espíritu —dijo ella.
—Sólo tiene afán de espectáculo, pero jamás se ha mostrado agresivo —aclaró el casero—. Su compañera aseguró, después de ver el sangrado en la bañera, que los espectros que moran en la vivienda no supondrían ningún problema.
—Claro… —María se giró, observó el ático: el techo amplio del salón y su lámpara de araña y ese sofá solitario en mitad de la tarima sobre el que danzaban motas de polvo a la luz del sol—. ¿Cuántos…? ¿De cuántos espectros hablamos, más o menos?
—Imposible saberlo —respondió el casero, las cejas le enmarcaban unos ojos negros y sin brillo—. Su compañera se lo habrá explicado ya: entre 1991 y 1999, una secta se alojó en este ático. Desconozco qué clase de experimentos hicieron, pero la conclusión a la que han llegado repetidos expertos en el tema es que los entes sobrenaturales se sienten atraídos por la vivienda… —Miró con anhelo hacia la luz del salón, el grifo goteó un chorrito de sangre—. El número de espíritus varía según la época. Vienen, van… Es un misterio.
Ni por un segundo varió su voz monótona, como si hablara de algo tan natural como el cobro de la factura de la luz. María apretó los dientes, siguió mirando el grifo, claro que era una trampa, tenía que serlo, era imposible encontrar un piso así. Grifos que goteaban sangre y un imán para entidades del más allá era un inconveniente bastante grande.
¡Y Nora! ¿En qué pensaba Nora? Ella, que dormía con El Resplandor perpetuamente en su mesilla de noche. Tenía hasta miedo de preguntar qué destino habían corrido los inquilinos anteriores; si había asesinatos recientes entre esas paredes, prefería no saberlo.
Nadie en su sano juicio firmaría el contrato.
María lanzó una última mirada hacia el balcón. Nora vivía con sus padres; ella vivía con su hermano. En un interior, con cero luz solar, ocupado por sus amigotes día, tarde y noche, lleno de mugre y de cajas de pizza vacías en el recibidor, con una ducha que se atascaba día sí y día también, y una pila de platos en el fregadero que sólo ella limpiaba. Recientemente se había encontrado cucarachas en el desagüe.
Tuvo un escalofrío.
Despacio, caminó tras el casero de vuelta al salón, y el grifo quedó tras ella, goteando. Plop. Miró la suavidad con la que la luz caía sobre el sillón. Plop. Recorrió con la vista las molduras del techo. Plop. Vio de reojo la puerta de la habitación abierta y el tragaluz que daba al cielo de Madrid. Plop. Hubieran podido tener un gato. Plop. La luz en aquel piso era perfecta para la cámara; saldrían fotos estupendas, vídeos estupendos y…
La madera crujió bajo sus botas cuando frenó en mitad del piso. Se giró hacia el salón y miró el sofá. Extendió las manos, encuadró el sillón y la luz de la ventana y la pared de papel pintado al fondo. Y se imaginó cómo sería vivir allí: ellas, en el sofá; la cámara, delante. Un canal de YouTube. Un feed de Instagram. Día a día entre fantasmas; Home Vlogging.
Si no acababan muertas, acabarían influencers.
María sacó el teléfono de su bolsillo, recorrió el piso con la mirada una vez más y le escribió a Nora:
Es perfecto.
Esta semana visitamos la última casa encantada de ‘Weird November’, nuestro cursito se acaba ya, pero vendrán muchos otros; este fue el primer relato que escribí para el curso que hice en 2020 (con sus correcciones hechas, dos años y pico después). Todo en la vida está conectado.
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