Más maquillaje
Aquella madrugada olía a cementerio.
Los operarios de limpieza enjuagaban a manguerazos los restos de una manifestación frente al Congreso, descompuesta tras días y días de cánticos y cacerolas y banderas atadas como capas a la espalda. Un grafiti presagiaba: «La maldición de desenterrar a los muertos caerá sobre vosotros». Chorreaba jabón y lejía.
Adriana lo leyó seis veces en el camino.
Aún quedaban banderas por el suelo, y retales de piel podrida, y residuos diversos, como aquello sospechosamente parecido a un fémur, por ejemplo, envuelto en la carne gangrenada de media pierna. Eligió no fijarse mucho, concentrarse sólo en las puertas del Congreso y en Nacho, a su lado, que arrugó la nariz, como un niño delante de un plato de coliflor, hasta que entraron al vestíbulo.
Era su primer día de trabajo.
Un segurata pasó sus estuches de maquillaje por el escáner sin mirarlos ni a ellos, ni a la pantalla. Con bolsas bajo los ojos y una hilera de vasos de café de máquina en el mostrador, sólo se rascó la mejilla sin afeitar y resopló.
—¿Dos? ¿Sólo? —Y soltó un silbido de mal agüero—. Vais a estar currando hasta el juicio final.
Adriana y Nacho intercambiaron una mirada, pero no hicieron comentarios.
En el primer pasillo les esperaba una mujer rubia, con americana, que les recibió y les guio a sus nuevos puestos de trabajo. Colocarían los sets de maquillaje en dos baños; para damas, indicó, con la sonrisa grapada en la boca, para caballeros.
Les abandonó ante las puertas de los servicios cuando sonó su móvil y desapareció con los tacones repiqueteando por la moqueta. Adriana inspiró el tufillo rancio que flotaba sobre ellos, mal enmascarado por ambientadores de limón.
—Suerte —le dijo a Nacho—, y nos vemos en el juicio final.
Con una sonrisita, entró al cuarto de baño.
La primera que pasó por su taller fue una tipa distinguida: con blusa y chaqueta y falda lápiz. Cuando estudiaba caracterización y maquillaje, Adriana siempre soñó con trabajar para famosos. Grandes estrellas. Gran repercusión. Gran cantidad de ceros en nómina.
Pero no así, claro.
Su diputada zombi apuró un vaso de café desechable antes de sentarse en el taburete y frente al espejo. Lo que fuera que bebía, matizó su boca lívida de rojo. Sonrió a Adriana desde el reflejo, con los labios llenos de pústulas, la piel verdosa y enfermiza, descomposición bajo el cuero cabelludo y ojos resecos, hundidos y blancuzcos, uñas negras con demasiados centímetros de longitud.
No, nunca pensó que su trabajo sería aplicar base y perfume y prótesis de silicona a la segunda de un partido conservador. Recomponerle un aspecto normal, de política sana. Viva. No devoradora de cerebros.
Ella insistió en charlar mientras Adriana trabajaba. Porque la chica que le limpiaba en casa era también puertorriqueña, dijo. Adriana era de Vallecas, su familia de Bogotá, Colombia. Pero todos los matices que hizo fueron simplemente estéticos, y sólo corrigió ojeras y manchas en la piel y desperfectos, ningún comentario.
Como maquilladores free-lance, Nacho y ella llevaban medio año operativos. Montaron el negocio con la herencia de la abuela de Nacho, una suma de dinero suficiente para comprar productos de calidad y pagar un poquito de promoción por redes sociales, nada extraordinario. Recibir la oferta de un trabajo así fue toda una sorpresa. Su experiencia no les cualificaba para esa llamada desde Moncloa, hacía una semana.
Pero rechazarla hubiera sido mayor locura.
Así que fueron ambos, confusos e incómodos en sus ropas más sofisticadas, escoltados por seis o siete guardaespaldas, a través de pasillos y pasillos y más pasillos, hasta el despacho del presidente, nada menos.
Y allí les desveló la noticia.
La calificó como «una consecuencia prevista a escala imprevisible», y enumeró los síntomas (descomposición y podredumbre y apetito caníbal) que ciertos miembros de la oposición experimentaban desde la exhumación de Franco, hacía unos días.
Después, el despacho quedó en silencio absoluto.
Adriana recordó todos los memes estúpidos que habían circulado por internet, los que hablaban de Tutankamón y momias y zombis, esos que ella misma había compartido por Twitter. Con la mano temblando, sacó el teléfono y se los enseñó al presidente.
Él asintió con gravedad, dijo que investigaban soluciones, pero, lamentablemente, el problema se aceleraba y los políticos zombis crecían en una tasa superior a la del desempleo.
Nacho se mareó y tuvo que tumbarse en el sofá.
—No podemos hacerlo público, comprenderán —dijo el presidente, mientras Adriana abanicaba a su amigo—. Culparían al gobierno, forzaría elecciones anticipadas. Otra vez. Y es demasiado arriesgado, fracasar y que nos sustituya un ejército de muertos vivientes. Ustedes, como jóvenes emprendedores, entenderán el dilema.
Que tendrían que pensarlo, dijeron.
Y lo pensaron, los diez minutos que tuvieron para fumar en los jardines.
Adriana tomó calada tras calada, un tembleque le sacudía la pierna izquierda, puro frío le carcomía entre las vértebras.
—No está bien —dijo—. No, no está bien.
—Adri, si no aceptamos, encontrarán a otros —respondió Nacho, aunque tenía la cara casi tan verde como los setos que les rodeaban—. Y nadie va a pagarnos semejante pastizal. En la vida. Ni Hollywood.
Ahí terminó lo de pensárselo.
Firmaron acuerdos, cláusulas, contratos: confidencialidad, derechos de imagen, exclusividad, y más y más y más papeles.
Cuando la primera diputada de Adriana estuvo lista, dejó en el baño olor a podrido y su taza de café, y a Adriana arrepintiéndose ya de la decisión económica. Recogió el envase desechable del lavabo, y se le retorcieron las tripas por la peste de la cafeína infusionada con sangre.
Por primera vez en la mañana, vomitó.
Pero no por última.
Suerte que tenía los retretes a mano.
Muchas diputadas después, Adriana se empapó en desodorante y colonia y bruma corporal, con los dedos pastosos de cubrir carne infectada, cabelleras desprendidas, mordeduras y ojos muertos a docenas de políticas. A Nacho, en el baño contiguo, aún le quedaban cinco zombis haciendo cola para pasar por el puesto de maquillaje.
Varios periodistas revoloteaban por la cafetería, charlando tanto que enmudecían el zumbido del talkshow matinal en la tele tras la barra. Adriana fue directa a ella, se sentó en el taburete junto a un expositor de comida cubierto con cortinas negras, y pidió una manzanilla con tres bolsitas, gracias. Se le atragantó el sorbo cuando la cocinera, cargada con una bandeja de cerebros en forma de magdalenas, empujó la puerta de la cocina.
Los colocó uno por uno en ese expositor negro, bien escondidos, y se limpió la sangre en el delantal.
—Tranquila, niña —dijo, al regresar, y palmeó la muñeca de Adriana—. No son de persona. Son de delfín.
Y volvió a la cocina.
Rato después, Nacho se unió a ella y a la manzanilla fría y sin terminar.
Se hundió en el taburete, con la cara entre los brazos, y se quedó inmóvil y pálido y con los dedos manchados de base de maquillaje, y restos de pegamento y silicona ensuciándole las uñas.
—Odio este trabajo —dijo.
—Y yo —contestó ella.
Perdió la mirada en la televisión. El titular del programa decía: «Ánimos crispados en el Congreso una semana después de la exhumación de El Caudillo»; y la presentadora, en su sofá, clamó que, si el pasado está enterrado, por algo es, y así debe seguir.
Sonrió en primer plano y el pintalabios se le agrietó.
Las úlceras en su boca, expuestas, chorrearon pus y podredumbre durante dos segundos. Cortaron a publicidad. La imagen se le quedó a Adriana en las retinas, pero en la pantalla sólo había un anuncio de Pantene.
Nacho se bebió la manzanilla fría de un trago, la dejó en el mostrador y se giró hacia ella. Toda su frente transpiraba sudor.
—Claro que es por algo, ¡míralo! —dijo, señalando a la tele—. Mira cómo los desmaquilla.
Tras ellos, un grupo de periodistas reía junto al expositor. El maquillaje, poco profesional, no les tapaba la piel grisácea en la nuca, donde las chaquetas les descubrían.
Uno dijo:
—¡Se han convertido otros tres! De centro, dicen.
—¿Proceso natural de la maldición, o mordedura? —preguntó otro.
—¿Y qué diferencia hay?
Rieron más, y pidieron las magdalenas de cerebro de delfín, envueltas en servilletas para que la sangre no les chorreara por las camisas y las chaquetas tan caras.
—Podríamos filtrar fotos —sugirió Adriana.
—¿Con todo lo que firmamos? —repuso Nacho—. Ahí la maldición nos caería a nosotros, Adri.
—Pero se haría viral. A lo mejor…
La cocinera se rio de ellos, con otra bandeja de lo que sería una fantástica tortilla de tendones, a juzgar por el rojo sangre y las protuberancias que emergían de la masa.
La colocó en el expositor y dijo:
—Cielo, «a lo mejor», ¿qué? Si han salido limpios de cosas mucho peores. Son lo de siempre, mejor maquillados.
La puerta de la cocina se bamboleó tras ella, Adriana y Nacho se miraron.
Sus móviles recibieron la misma notificación al mismo tiempo, un mensaje que decía: «Urgente. Necesitamos más maquillaje».
Escribí este relato hace casi dos años y en mitad de una crisis existencial. No fue un abril bonito en lo personal, aunque sí en lo literario, justo, justo acababan de aceptarme un relato en Orgullo Zombi 2. Un poco en homenaje, mandé este para la edición 4 de la antología y no hubo suerte, pero a mí me gusta y me trae buenos recuerdos, además abril es un mes zombi-coded (semana santa, resurreción y todo eso). así que aquí lo dejo.
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¡Nos leemos!