Noviembre por la tarde
Se han jurado amistad eterna cada día desde que el robledal se tiñó de ocre.
En la ruta del bus escolar, con sus iniciales emborronadas a rotulador bajo la ventanilla, lanzando piedras al río, frente a la lumbre prendida en hojarasca de la tía abuela de una de ellas, mientras se asaban las castañas en la lata de galletas y el fuego les coloreaba las mejillas.
Pero, sobre todo, se la han jurado frente a la casa.
En el pueblo la llaman casa Muñoz. Y la tía abuela que les asa las castañas se besa la cruz de plata que le cuelga del cuello, si mencionan el lugar. Los padres de la otra niña, la que los tiene, han amenazado con lo que pasará si juega por allí.
Y, de todas formas, juegan por allí.
Es por el bosque, porque las guía.
Sus pies siguen un ritmo propio al aplastar, romper, quebrar, restallar las hojas secas y las ramitas. El otoño entierra el sendero, nunca lo ven hasta que han llegado.
En el último roble frente al claro que rodea la casa, frenan y observan y se maravillan. Un columpio de madera cuelga de la última rama del último árbol y, haga sol, o ventisca, se mece suave, acariciado por noviembre.
Las cuerdas están raídas sólo un pellizco, y chirrían al ir hacia delante, pero no hacia atrás. En el asiento hay talladas palabras que no entienden. Una, la niña con padres, dice que es latín. La otra, que es el idioma de las hadas.
Y las dos se olvidan cuando la luz baña de dorado las hojas: se suben al columpio, vuelan alto entre los robles. El invierno que se deshiela les enrojece las mejillas, les suelta el pelo de trenzas y coletas.
Después, el robledal se vuelve naranja, luego rojo, luego negro.
Van a casa mucho antes. Y se juran ser amigas siempre, siempre, siempre, y el columpio recupera su balanceo dulce, y el atardecer incendia las ventanas de Casa Muñoz.
Les gusta imaginar que ahí vive alguien.
Alguien raro, debe ser, porque los susurros escurridizos del pueblo desean dejarse atrapar.
Cada tarde rodean la casa por las ramas del robledal, comparten cortezas con las ardillas, y los zorros bajo la hojarasca las custodian. Retuercen los cuentos hacia lo grotesco según los minutos recortan la luz. Es un cura excomulgado, dice una. Un cura y su amante, dice la otra. Una los sentencia ladrones; la otra, asesinos, y cuando la noche les respira están las dos seguras de que son vampiros en realidad.
Ven humo en la chimenea; o una contraventana abrirse, y el aire huele a castañas, y oyen perros. Suenan negros, con espuma en los colmillos y ladridos que arañan. Corren al pueblo, y las ramas les tiran de las trenzas, les raspan las mejillas.
Una, la que tiene tía abuela, y no padres, lleva botas de montaña que le vienen gigantes. Eran de su madre. Y se las enreda en las raíces del robledal. Cuando corren y las hojas son rojo sangre, tiene miedo de que su amiga escape sin ella y los perros la cacen. Pero siempre la levanta del suelo y siguen de la mano, hasta los adoquines.
Mientras huyen, las dos están convencidas de que harán caso a los mayores y no volverán a Casa Muñoz. Cuando tropiezan con la calle y huelen las chimeneas y las nubes se abren para que brille la luna, de lo que están seguras es de que, a la próxima, entrarán.
Y entran, al final. Porque la lluvia les da caza en el columpio, rastreando dos gazapos. Casi no quedan hojas en los robles y no pueden protegerlas, por eso corren y corren al porche. El entablado rechina, huele a viejo, a húmedo, a madera hinchada.
Las cobija un tejadillo de hojalata. El bosque llueve rojo y marrón. Escuchan al aguacero, esperan que los perros ladren, y el frío les culebrea bajo abrigos y medias y jerséis. La niña con las botas grandes deja huellas hacia la puerta.
Gira el pomo y abre.
Dentro, huele a jengibre y calor. Se cuelan de la mano.
La lluvia acaricia la casa, no hay goteras y no tienen miedo Siguen su propio ritmo: botas grandes que chapotean delante, y botas de niña que la siguen.
Tienen los ojos muy abiertos, las mejillas muy rojas.
En la cocina, el hornillo está encendido: una tetera empaña el techo, la mesa azul se descascarilla, hay un jarrón con tomillo y romero seco. En el salón, un perro duerme sobre una colcha tejida de retales, de las que parece que pican. Las escaleras crujen en armonía, suben y suben hasta la puerta del desván.
Allí, se miran antes de girar el picaporte juntas. El desván se abre despacio y dentro está oscuro. La lluvia ha desgastado la luz de noviembre por la tarde. Hay un caballito de madera roto, y una mecedora que se balancea con la misma dulzura que el columpio. Se sueltan y exploran, huele a lluvia y a castañas al fuego.
La niña con las botas grandes encuentra una caja de zapatos llena de fotos y se sientan junto al caballito a verlas. En ellas, niñas color sepia muestran sonrisas borrosas. Y luego son muchachas. Mujeres. Ancianas. La niña con botas de su talla tiembla, dice que quiere irse a casa. Ahora. Aunque les llueva todo el cielo.
Pero la bruja las atrapa frente a la cocina.
Es vieja, con ojos nublados y muy pocos dientes. Las dirige por los hombros y las sienta en la mesa azul, les sirve té de jengibre con leche caliente.
Dice que huelen a juventud, y ríe, y más ríe cuando las niñas se cogen de la mano y se juran otra vez amistad. La bruja, que se llama Rosa Muñoz y fue partera, que ha olfateado los secretos de todo el pueblo hasta perder la vista, les pone una maldición entonces.
—Qué pena, bonitas —dice—. Qué pena crecer.
Se quedan con el maleficio y la bruja y el té hasta que escampa, y luego corren a casa. Sólo bajo la protección del adoquinado pueden reírse de lo que les han dicho.
Al día siguiente, vuelven al claro.
Han perseguido a un ciervo y lo han extraviado. Han tanteado setas con ramas rotas, y se han reído de la lluvia, la casa, las fotos, el regusto a jengibre en sus gargantas.
Cuando una se sube al columpio, la cuerda se rompe y cae al barro y a las hojas muertas. Llora. Y la otra chica la levanta. Ve el brazo retorcido de su amiga y, al correr de vuelta al pueblo, pierde una bota para siempre.
Ya no regresan al robledal.
Con el tiempo, lo cruzará una carretera.
El autobús escolar la tomará, aunque ellas no irán dentro, y habrán fregado sus iniciales escritas a rotulador. Conectará tan bien el pueblo y la ciudad que todo se llenará de turistas en busca de setas y liebres y del cordero del asador.
No habrá sendero y sí menos robles.
Y nadie reparará el columpio frente a Casa Muñoz.
Algún día, la niña que vivía con su tía abuela, conducirá por esa carretera.
Será una mujer ya, con botas de su talla, y no habrá pisado el pueblo desde los once años. Los robles estarán muy rojos cuando regrese a fotografiar zorros, ciervos y ardillas, y detendrá el coche en el arcén frente a los tejados, las contraventanas y el porche de Casa Muñoz.
Durante unos segundos, se preguntará qué ha perdido, y la luz de noviembre por la tarde le arañará suave en la garganta.
No recordará la cara de su amiga, ni su nombre, aunque lo intente.
Pero sí el olor de las castañas, el fuego tan caliente en sus mejillas, lo alto que subían en ese columpio para chillar como las urracas, perder las botas en las raíces y que la ayudaran a levantarse.
Habrá dos niñas trepando por la única cuerda que le queda al columpio.
Sonreirá al verlas, y seguirá conduciendo.
Este relato lo escribí en el curso de relato avanzado que hice entre 2021 y 2022. Tiene, exactamente, un añito de vida. La propuesta que nos dieron para escribirlo decía que contamináramos nuestra escritura de otra forma de arte: una canción, una pintura, un edificio, cualquier cosa que nos sirviera para inspirarnos.
Os dejo adivinar qué elegí.
Y os animo a que probéis el ejercicio, si no lo habéis hecho nunca, de contaminar un relato (o poema, o texto, o cualquier cosa) con otra forma de arte. Canciones es lo más frecuente, creo, pero todo se puede probar. ¿Hay algo que os inspire especialmente a escribir?
Si os ha gustado el relato, podéis compartirlo.
Y si queréis leer más, subiré otro el mes que viene, así que os podéis susbribir.
Y si te quieres apuntar a un curso muy guay de análisis y escritura de terror (donde también hay casas, aunque son menos acogedoras que esta) tenemos uno en Summer Tea. ¡Empezamos hoy, así que date prisa si quieres apuntarte! Y el instagram nos está quedando precioso, así que vente.