Otro cuento de princesas
La princesa resoplaba bajo la tormenta, y el hechicero seguía remando, y rechinaba sus cinco dientes. Las olas le escupían sal y sus huesos crujían con más fuerza que los truenos, eternos reyes sobre la Bahía de los Naufragios. A pesar de que mil relámpagos prendían las nubes, el hechicero no veía más allá de su nariz hinchada y los salpicones de sangre que le colgaban de las barbas.
Antes de partir, su argucia había parecido infalible, pero, empapado en aquella barca, consideró que quizás el Valiente Caballero estuviera en lo cierto.
Se hacían viejos.
El hechicero maldijo y el viento le enredó la barba en las encías. La princesa se regodeaba en ser descortés. Llevaba haciéndolo desde que el hechicero escaló su balcón, con el clásico truco de tejer una cuerda con el pelo de sus propias barbas.
Aunque la sorprendió en el tocador, trenzándose el cabello dulcemente, el instinto de la princesa no fue chillar, o llorar, o pedir ayuda a sus guardias, ni llamar a gritos a alguna espada juramentada. Su instinto fue propinarle al hechicero tal puñetazo que le quebró el tabique nasal y los anteojos.
No se resistió al secuestro después (como princesa, conocía su rol) y se dejó arrastrar hacia el muelle en silencio, hasta que vio la barcucha ruinosa que les aguardaba y la amplitud de la Bahía de los Naufragios más allá.
Entonces, la princesa se giró hacia el hechicero y habló con altivez:
—¿Acaso sois incapaz de conjurar un portal, como un brujo que se precie?
Él la empujó a la barca, farfullando. Los libros de hechicería, mal guarecidos en su morral, se habían empapado de lluvia. Hacía mucho, mucho tiempo, fue el hechicero más temido de tres reinos, dos condados y una aldea muy pequeña perdida en la montaña, y nadie más que el Valiente Caballero se atrevía a hacerle frente.
Ahora era miope. E incapaz de leer un conjuro de transporte sin sus anteojos.
El Valiente Caballero se había retirado a una abadía, y en aquella aldea tan pequeña no quedaba ni un campesino vivo que recordara lo temible que había sido el hechicero en sus buenos tiempos.
Así que remaba y la princesa resoplaba, y él seguía remando y ella rezongaba, y la tormenta enfurecía la Bahía de los Naufragios como lo había hecho desde que el mundo era mundo y el primer hechicero secuestró a la primera princesa.
Desembarcaron al amanecer y el hechicero agradeció dejar atrás la tormenta. Le dolían las lumbares y, por la humedad, se le agarró una tos fea en el pecho. Con intención de acampar en la linde del Bosque de Sempiterna Oscuridad, ordenó a la princesa que recogiera leña. Ella arrugó su naricita respingona y pecosa, en una mueca de desdén que hasta él, corto de vista, distinguió.
—Aquí nos darán alcance —le recriminó—. Y no será un príncipe apuesto, tal vez no sea un príncipe en absoluto. A estas alturas, es probable que nos intercepte un juglar, o un guardia borracho, o un mozo de cuadras, ¡o un porquero! ¿Es así como queréis que acabe la historia? Será una lamentable gesta.
Al hechicero le picaron los bigotes como si larvas volcánicas hubieran anidado en ellos. Farfulló maleficios mientras recolectaba ramas de aquí y allá. La princesa dedicó aquellos minutos a hojear un libro de nigromancia que rescató del morral del viejo. Y así permanecieron, hasta que el galopar de caballos retumbó en el camino.
Ágil, la princesa se incorporó, guardó los libros en el morral, agarró al hechicero de la túnica y le empujó al cobijo de los árboles. Juntos se aventuraron al interior del Bosque de Sempiterna Oscuridad, antes de que las palabras de los héroes que pretendían darles caza pudieran distinguirse.
Resultó un camino aciago. La túnica del hechicero se secó únicamente para volver a empaparse, aquella vez en sudor. La penumbra reinaba, le hacía tropezar hasta con sus barbas. Le temblaban los cinco dientes y sus rodillas estallaban como catapultas de asedio con cada paso que daba. Extrañó el calor del hidromiel en la garganta, el delicioso fragor de una posada, y la compañía del Valiente Caballero. Recordó su voz honrada y su galante faz, pero también sus hombros alicaídos frente a la última jarra que compartieron.
—Las cosas ya no son lo que eran —había dicho el caballero—. Los tiempos han cambiado. A los trovadores no les interesan nuestras andanzas, las princesas nos desprecian y ya no queda ni un dragón al que dar muerte. Nos hacemos viejos, brujo, y el mundo nos deja atrás.
El hechicero volvió a farfullar en la oscuridad. Aquella charla con su archienemigo le enfureció tanto que se propuso secuestrar a una princesa por primera vez en treinta años, sólo para demostrar que aún era capaz de hacerlo.
Y capaz fue, lo que le costaba era seguirle el ritmo a la princesita.
Ella iba diez pasos por delante, osada frente a las amenazas de la penumbra, y entonaba un cántico suave que el hechicero no logró distinguir debido a sus prominentes ataques de tos.
Entre sus delicados dedos, la princesa conjuró una llama azul. El hechicero se detuvo entonces, abrió la boca, la cerró, la volvió abrir y se sobó las barbas. Ella, con el fuego danzando en sus ojos, se giró y resopló colosalmente. Luego señaló en dirección al murmullo del arroyo y dijo:
—Habrá que acampar o acabaréis siendo pasto de los lobos que moran en las tinieblas.
El hechicero se dejó caer en unas rocas acolchadas con musgo, la princesa se acomodó entre las costillas del esqueleto carcomido de un dragón y una armadura oxidada. Con desinterés, sus dedos recorrieron el filo de la espada de aquel héroe caído hacía tanto, tanto tiempo, que ya nadie lo recordaba.
—¿Practicáis la magia, princesa? —preguntó el hechicero entonces.
—Por aburrimiento —asintió ella—. Los esbirros de los brujos y ogros que la secuestran a una nunca tienen mucha conversación, eso cuando no nos encerráis en lo más alto de la más alta torre, y sin más compañía que el piar enloquecedor de cientos de pajaritos. Los caminos del héroe suponen larguísimos tiempos de espera, hasta que llega alguien digno de completar el rescate, hay que encontrar un pasatiempo.
Tardaron cinco días más en alcanzar el torreón del viejo hechicero: dos cruzando el bosque, tres por el paso montañoso. Cuando llegaron, la barba del brujo estaba enredada en ramas, manchada de tierra y sucia de excrementos de murciélago. Ni un sólo hueso en su cuerpo había que no sintiera molido. La princesa, que ya se había leído todos los grimorios del morral, dejó la bolsa en el suelo de piedra y se internó en la biblioteca sin ser invitada.
El hechicero se sirvió una buena jarra de hidromiel para recuperar sus fuerzas; confinaría a esa mocosa en lo más alto de la torre después de reponerse. Pensó en el Valiente Caballero y reconsideró seriamente su oferta: la vida monacal, al lado de su rival más arduo, no le parecía ya tan mal destino.
Derrotado por el cansancio, el hechicero se dejó caer en su silla de audiencias, dejó que sus párpados se cerraran y durmió tan profundamente como una doncella hechizada.
Despertó cuando el crepúsculo se derramaba rojo sangre sobre su salón, por una sacudida en su hombro. El hechicero, con los ojos cosidos a legañas, tardó en abrir los ojos, y más aún tardón en incorporar sus huesos agarrotados.
Por fin, enfocó a la princesa, y la descubrió frente al ventanal con el vestido y las mejillas pecosas y sus elegantes dedos embadurnados en sangre.
—Brujo —exigió—, necesito que me consigáis tripas de sapo para resucitar a un dragón. Usaría al que tenéis como mascota, pero lo transformé en sirviente para que me preparara un baño y, después, para que cavara un foso alrededor de vuestra torre. Esta ruina es un desastre defensivo.
El hechicero se quedó sin habla.
Se frotó las legañas y los labios y los bigotes, se aferró con las dos manos a su trono de madera arcana, y contempló el goteo carmesí que resbalaba poquito a poco por la trenza de la joven princesa.
—¿De quién es la sangre?
—Oh. —La princesa se limpió sus delicados dedos y sus cuidadas uñas en la falda del vestido, sonriente y bella y dulce—. Un par de campesinos, algún caballero andante que se atrevió a creerse digno de mi rescate… Nadie de importancia. ¿Y las tripas de sapo?
Con dificultad, el viejo hechicero se incorporó y arrastró sus piernas entumecidas por los escalones del torreón.
No subió al almacén, sino a la pajarería.
Allí, seleccionó a sus cuervos más veloces y trazó en diversos trozos de pergamino el mismo mensaje, para que lo difundieran por cada rincón del reino: «Busco a alguien de valeroso corazón que me rescate de esta princesa.»
Érase una vez, escribí esto para el curso de relato. Estaba de vacaciones y llevaba dos días haciendo maratón de Galavant (si no la habéis visto, vedla). Enero siempre me hace pensar en torres, dragones y brujas, a lo mejor porque de pequeña me leí Narnia durante las navidades. Quién sabe.
Si te ha gustado este relato y quieres leer más del estilo, puedes suscribirte o puedes regañarme por tener tan abajo en mi lista de proyectos ese de la colección de cuentos de hadas convertidos en sapo.
Si me conoces de la época de Siempre Reinarás (o no), también puedes aprovechar este momento para regañarme por terminarlo nunca jamás.
Y si crees que el mundo necesita otro cuento de princesas, brujos, caballeros y dragones resucitados, siempre puedes compartir este relato para que lo lea más gente.
Si no quieres hacer nada, pero has llegado hasta aquí, pues muchas gracias por leer, ¡y nos vemos la semana que viene!