Cuando hablas con une escritore, ya sea aspirante o de éxito, es muy posible que te diga que odia corregir. Es tan común que puede considerarse casi cliché: sí, me encanta escribir, pero odio corregir. Lo mejor es tener la idea, es escribirla. Y, una vez que ya está en la página, tenemos que armarnos con una alabarda y atacar, mientras ella nos devuelve el ataque. Y es un desastre, y es difícil, y lloramos delante del ordenador porque nada tiene sentido y esto estaba bien cuando lo escribí, y la inseguridad nos acecha en la penumbra, lista para matar, y que nuestro precioso manuscrito acabe en la hoguera y arda para siempre.
A mí me encanta corregir.
Lo he pensado desde que empecé a escribir “en serio”, allá por 2016. Me hace ilusión volver a mis manuscritos con un boli de cualquier color para hacer anotaciones, tachar frases, o poner interrogaciones en los márgenes porque: chica, ¿en qué pensabas cuando escribiste esto?
En 2020, en mi primer curso de relato, descubrí que mi escritura tenía su verdadero glow-up en la fase de revisión: las ideas se imantaban, los personajes entendían sus motivaciones, surgían ecos entre los principios y los finales, y me ayudaba a darles un buen cierre.
Pero la Revelación (TM) de que revisar y corregir y meterme hasta los codos en el barro con una historia que ya he escrito es mi fase favorita del proceso, la tuve a principios de este año. Era febrero de 2021 y acababa de ponerle el punto final a la novela que empecé en noviembre. Y me puse triste. No porque el libro acabara mal, sino porque me parecía que el final del viaje había llegado pronto, y había disfrutado mucho escribiendo esa novela, y de sus de los personajes, sus sueños, sus pesadillas.
Entré en Twitter y me encontré un vídeo que era así: un día soleado, florido y hermoso bajo la caption «cuando terminas tu novela», y un día de tormenta y rayos y truenos y sapos y culebras con la caption «cuando te das cuenta de que te toca corregirla».
Y yo me sentía justo al revés: darme cuenta de que tenía que volver y esconderle las costuras a mi monstruito me hizo feliz.
Sí, corregir es un caos. Y nos pone de los nervios. Y puede que acabemos tirándonos de los pelos porque no hay manera de encajar estas piezas y que todo cuadre, pero, la verdad, hay algo bonito en ese proceso. Igual que lo hay al escribir un borrador, y no terminar de pillarle la voz a ese personaje, y repetir la misma información porque se te olvidó que ya la habías dado hace tres capítulos, y montarte un desastre de cronología porque todo el mundo sabe que les escritores no sabemos contar.
Pero es que escribir es un caos.
Y eso es parte de la magia. Tienes que mancharte para jugar en el barro, y te vas a raspar las rodillas si subes esa colina en bici, y los zapatitos se te llenarán de rozaduras si corres con ellos por la calle.
Disfrutémoslo.
Un primer borrador (o un segundo, tercero, noveno) no será perfecto. Y lo fácil es volver sobre lo escrito preparade para el martirio, porque no es perfecto. Pero eso no dice nada de ti como escritore, ni del manuscrito como obra, ni de tu relación con la escritura. Es una tarta sin frosting, una casa sin muebles, un robot que has construido en tu taller al que aún tienes que conectarle los cables; ahora viene el maquillaje, el horneado, el barniz.
Ahora le ponemos un lacito y el perfume y lo sacamos a pasear.
No importa cuántas veces leas eso de que el borrador no tiene que ser perfecto, porque la inseguirdad sigue ahí, la auotexigencia sigue ahí y estamos acostumbrades a tratarnos con dureza y pedirnos imposibles. Deshacerse de esa mentalidad es un trabajo, y es un trabajo tratarse a une misme con amabilidad.
Cuando corrijo y reviso mis manuscritos, me gusta leerlos como si no fueran míos. Poner distancia entre nosotras: que pasen unos meses, imprimirlo, que lo lea en voz alta el Word; llegar a la misma historia con la mente fresca y ojos de lectora, como si no tuviera ni idea de por dónde se esconden las costuras.
Me imagino que el manuscrito lo he encontrado, polvoriento en el ático de una casa vieja, y he podido leerlo, y me han dado permiso para mejorarlo. Es un regalo, limpiar el polvo y las telarañas y el moho. Ahora arreglo el pinchazo a las ruedas de este coche viejo, cambio el aceite, cambio el motor; ahora lo escucho rugir.
Esta mentalidad me ayuda a ser amable conmigo, y con mi escritura. Pero además me ayuda a ser intrépida si toca borrar, tachar, mover, reordenar o añadir algo al manuscrito, y no pasa nada si el efecto mariposa causa otro problema en alguna parte de la historia. A veces, también, los arregla.
Y, mientras, disfruto del tiempo extra con los personajes y su mundo y su historia.
Y disfruto porque les doy el cambio de aires que me pedían, les dibujo las líneas más claras, les cambio el foco para que la sombra que proyectan caiga justo donde debe.
Y que sea un caos.
Lo mejor de jugar en el arenero es volver a casa sucia hasta las pestañas.
Cuéntame por aquí si odias a muerte corregir, o si te gusta, o cuál es tu parte favorita del proceso de escritura, o qué has tomado hoy para desayunar, o si también crees que Scream (1996) es, indiscutiblemente, la mejor película del mundo.
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