Conocí a las V porque Virginia fue mi compañera de cuarto.
Al principio, yo también pensaba que eran ridículas: cuatro niñas ricas que revoloteaban por el campus de la Universidad con piruletas en forma de corazón, como si fueran cigarrillos. Vestían siempre igual: blusas blancas, faldas de cuadros, colas de caballo con lazos rojos y tacones con los centímetros justos para igualarlas en altura. Las cuatro eran rubias (cada una medio tono más oscuro) y se combinaban para que, si la veías, tu cerebro creyera que eran una ilusión óptica y tuvieras que pararte, parpadear y volver a mirarlas.
Eso era todo lo que sabía de ellas.
Y que la quinta se mató.
Por el estrés, por los exámenes, dijeron.
Aquello cambió a las V para siempre, eran una menos y ahora vivían en mi cuarto. Las conocí así: tiradas en la cama de Virginia, riendo y charlando y cotilleando mientras yo vaciaba las maletas. Cada poco rato entrechocaban las piruletas contra sus dientes verticales y blancos y perfectos, y hacían una especie de eco.
Pensé, entonces, que justo así debían chasquear las llamas del infierno.
La más rubia de las V se llamaba Vanesa, y se pasó toda la noche mirándome. Al final, antes de irse, se acercó a mí y me preguntó cómo me llamaba.
Y a mí me ardieron las mejillas cuando le respondí:
—Verónica.
Todas rieron a la vez.
Y las odié, nadie sabe cuánto.
Cada noche, volvía de mi rutina clase-gimnasio-trabajo-biblioteca y me intoxicaba la densidad del olor a saliva y caramelo que había en la habitación. Virginia llenó su pared con polaroids de las V, así que, cuando no andaban cerca, también me vigilaban. Las veía al despertar: la misma sonrisa fotocopiada en cuatro caras, dientecitos teñidos de rojo por el sol que atravesaba sus piruletas con forma de corazón y sus dedos formando una V.
Virginia siempre trataba siglos en ducharse. Para ahorrar tiempo, yo me cepillaba los dientes en la cama y me daba golpecitos en las muelas con el cepillo, imitando a las V con sus piruletas. Me reía de ellas. Me creía muy lista. Y, mientras, estudiaba sus fotos.
Siempre eran cuatro.
De la quinta V no quedaba ni la sombra.
Una mañana se me ocurrió preguntarle a Virginia por ella, por la que se mató. Y ella, en albornoz, sin los centímetros extra de tacón, con el pelo tan empapado que parecía castaño, casi como un ser normal, se rozó con el pulgar una cicatriz que tenía en la muñeca.
—Voy tarde a clase —dijo.
Se visitó y se fue.
La sorprendí llorando por la noche, envuelta en su edredón. Otro montón de polaroids se desparramaba por entre las mantas. Eran fotos de dos chicas, y una era Virginia, antes de teñirse de rubia. Ambas eran adolescentes.
Le pregunté si esa era la otra V, y Virginia sólo lloró más y tiró todas las fotos al suelo. Las escondimos en una cajita; y la cajita, en el armario. Me pidió que por favor no le contara nada a Vanesa, ni a las demás, que no les dijera que conservaba esas fotos. Yo no me imagina por qué iba a torturarme y hablar voluntariamente con las V. Así que se lo juré, y punto.
Después de eso, Virginia empezó a prestarme sus apuntes.
Los colocaba en mi escritorio, aunque yo no los pidiera: caligrafía perfecta, subrayado en colores pastel y una piruleta de regalo. Si buscaba comprar mi silencio o mi amistad, nunca pregunté. Al principio yo ni los tocaba. Pero los exámenes se me echaron encima, y las piruletas que tenía acumuladas en el cajón me vinieron bien para estudiar.
Acabé los exámenes y me sobraron piruletas. Le cogí el gusto al azúcar. Me las comía al salir del gimnasio. Y me miraba en los espejos, en los vestuarios, en las cristaleras, con el palito entre los labios y el caramelo rojo que chocaba entre mis dientes.
Me reía de las V. Qué lista me creía.
Un día, volví a mi cuarto y allí estaban, en la cama de Virginia, y yo con la piruleta en la boca. Las cuatro se sincronizaron al mirarme, hasta al parpadear. Pero sólo Vanesa sonrió.
Fue ella quien me escribió la invitación para su fiesta, aunque su caligrafía era idéntica a la de Virginia. La tiré a la papelera en cuanto la vi, porque lo último que necesitaba era eso, una fiesta de niñas ricas repelentes. Pero después, cuando Virginia me preguntó si no quería ir, le dije que no, porque no tenía qué ponerme.
Así que me prestó un vestido (verde, como el suyo) y unos tacones (que nos hacían igual de altas) y dejé que me maquillara, sentada en su cama, con todas las polaroids de las V sobre mi cabeza.
Y fui a su fiesta, en el chalet de Victoria, o Valeria, no sé. El jardín se inundó de niños bien que se llamaban por el apellido y multiplicaban drogas de diseño. Bebían como si el mundo fuera a acabarse por la mañana.
Pero yo bebí más.
Vanesa me acompañó toda la noche. Tomé lo que ella tomaba, bailé lo que ella bailaba, y sonreí cuando me dijo qué tono de rubio me realizaría más los ojos, y casi ni lo sentí cuando nos tiramos juntas en el sofá y ella me agarró la muñeca, y me dio un beso entre las pulseras que me había prestado Virginia, antes de rasgarme la piel con la uña y dibujarme una V entre las venas.
A la mañana siguiente, no sabía ni cómo me llamaba.
Desperté por el escozor de la herida. Y pasé horas tirada en el sofá de Valeria o Victoria, mientras los niños ricos de dividían o se sumaban y se iban a comer. Las V se quedaron conmigo. Me recogieron como a un chucho de la perrera. Me subieron al cuarto de Victoria o Valeria y me regalaron faldas, blusas, tacones, maquillaje, cintas para el pelo.
Volví al campus y, en la ducha, la V en mi muñeca escoció más. Se la enseñé a Virginia después y ella me mostró la suya, una cicatriz pálida en su muñeca. Pasé el pulgar por el relieve. Y ella se aguantó las lágrimas al decir:
—Volvemos a ser cinco.
Yo me aguanté el vómito.
Su corriente fue irresistible. Veía mi ropa vieja y fea, así que usé la suya. Y empezaron a acompañarme a clase, al principio sólo una, o dos, luego todas. Nos reíamos cuando la gente tenía que pararse y parpadear y volver a mirarnos. Compartí con ellas tardes de cuchicheos en la cama de Virginia. No siempre, porque trabajaba fregando salas de cine, y muchas tardes me perdía las reuniones. Hasta que Vanesa me mandó que dejara el trabajo y me hizo su asesora de imagen. Cobraba por decirle que estaba guapísima con todo, ¿qué clase de estúpida lo rechazaría?
Me regalaron manicuras. Mascarillas. Un champú de camomila que me aclaró el pelo, hasta que fui medio tono menos rubia que Virginia. Los padres de las V eran todos abogados o jueces, menos los de Virginia, que tenían un bar. A veces, quedábamos sin ella, y entre todas la despellejaban y nos reíamos. Yo volvía al cuarto con la V sangrante en la muñeca y Virginia me miraba, sin decir nada.
Luego, por las noches, se echaba a llorar.
Y de la V que se mató seguíamos sin decir nada.
Valeria o Victoria (o las dos) organizaron una fiesta en su piscina climatizada en primavera. Sólo nosotras cinco, era una noche de chicas. Nos dedicamos a beber y a criticar y a beber más y a criticar más. Todo me daba vueltas y vueltas y vueltas, iba muy borracha. Cuando jugamos a verdad o reto, una de ellas eligió verdad, y yo les pregunté por la (ex) quinta V.
Vanesa, Valeria y Victoria rieron como pajaritos.
Virginia se puso a llorar.
Luego, las chicas se metieron en la piscina y nosotras nos quedamos fuera.
Virginia recogió, me pidió que nos marcháramos, que no se encontraba bien, y yo le dije que no. Que no. Que me estaba divirtiendo. Ella me agarró por los brazos y me gritó que parara, que no dejara que hicieran esto conmigo, que me diera cuenta, que Vera no se mató, que la mataron ellas. Las cuatro. Que le llenaron la bebida de pastillas y se inventaron lo del estrés y los exámenes y todo el mundo las creyó.
Pensé que me sorprendería.
Pero no lo hice.
Cogí a Virginia de la muñeca y repasé su V con la uña del pulgar. Y le dije:
—Si te vas, les contaré que guardas sus fotos.
Ella me empujó a la piscina.
Aún tenía su muñeca agarrada, así que caímos juntas.
Nadé hasta el bordillo y me agarré a la escalera y dese ahí las vi. Vi a las demás chicas, turnándose para hundir a Virginia, ahogadilla tras ahogadilla tras ahogadilla, hasta que ya no salió más a flote, con la gracia de un equipo de natación sincronizada.
Después, salimos todas del agua. Yo usé la toalla de Virginia.
—¿A quién se le ocurre bañarse así de borracha? —dijo Vanesa—. Ahora tendremos que buscar a la quinta, otra vez.
Dejamos a Virginia flotar en el agua, nos fuimos a dormir.
V porque es mayo, el mes V.
Escribí este relato en 2021, fue uno de los últimos que entregué durante el curso de relato breve, había tenido una semana mala y me lo pasé muy bien escribiéndolo. La idea se me ocurrió porque acababan de contarme la trama de Bunny y porque tengo en mi escritorio un montón de piruletas con forma de corazón que me regaló Eli. Creo que este relato fue, también, un cambio de temática en las cosas que escribía y que terminó de cristalizar en el siguiente curso de relato, pero bueno, suficiente reflexión.
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¡Y nos leemos la semana que viene! ✌🏻