Verano con champán
Nos dijimos que los Ochoa serían un trabajo fácil.
Buscaban niñera para el verano, y ofrecían alojamiento, comidas, y un sueldo de limosna. Nat y yo buscábamos la estafa que nos permitiera largarnos de la ciudad para siempre. Así que falsificamos todo: mi currículum, mi sonrisa, mi identidad. Nuestro ticket hacia un verano con champán.
Gala Ramos fue el nombre que me inventé para presentarme en aquel dúplex, una chica que me puse como el vestido al que no le cortas la etiqueta para poder devolverlo a medianoche. Ella era todo mentiras, y les encantó porque bebía de su té helado en silencio y hablaba de ganarse la vida con palabras humildes, bien sentada y formal en el banco de mimbre de su porche acristalado.
Raquel y Alonso Ochoa eran guapos y rubios, como sus cuatro perros, que me olisqueaban las sandalias y me lamían las rodillas. El sol pegaba en los cristales y en la piscina, haciéndonos bizquear y retorcer nuestras sonrisas. Alonso hablaba, pero Raquel llevaba las riendas, recostada en su silla, aburrida, con las pulseras de oro centelleando. Cuando él dijo que ya me llamarían tras tomar una decisión, ella repuso:
—Está tomada. Nos la quedamos, es un sol.
Sonrió y yo le devolví la sonrisa de mosquita muerta que le había diseñado a Gala Ramos, y Alonso Ochoa nos miró y asintió y me ofreció su mano. Firmamos el trato en sudor.
Nat se volvió loca de contenta cuando se lo dije.
Pero, primero, me presentaron a la casa, y luego a los críos. Una mezcla entre querubines endogámicos y gemelos de peli de miedo ochentera. Aunque gemelos no eran, porque uno tenía cinco años, y el otro era casi adolescente. Sólo que llevaban las mismas camisas, shorts, peinados y caras. Su madre les llamó soles mientras peleaban por una tarrina de helado en la cocina y yo me preguntaba dónde tendrían la caja fuerte.
Mi trabajo consistía en impedir que los niños molestaran en la piscina mientras su madre echaba la siesta o compartía mimosas con otras zorras ricas como ella, e impedir que se ahogaran en esa misma piscina el resto del tiempo. Los dos sabían nadar y a ninguno le gustaba el agua. El casi-adolescente sólo emergía de la pantalla de su móvil para salpicar al hermano. El pequeño exploraba el jardín y torturaba a hormigas y saltamontes. A veces venía a enseñarme con qué tripas de bicho se había pringado los brazos y tenía que lavarle mientras él se reía. Les ponía a cenar pizza congelada y dejaba que se metieran sobredosis de helados.
Me adoraban.
Por las tardes, el casi-adolescente tenía clases de piano que daban dolores de cabeza a su madre, y la hacíansalir al jardín; al pequeño le obligaban a dormir la siesta mientras. Yo aprovechaba esas dos horas de acordes desafinados para hurgar en pasillos y habitaciones y armarios, y guardarme en el bolso todo aquello que Nat podría vender y con lo que sacar tajada.
Los domingos, los Ochoa iban a misa y yo tenía medio día libre para compartir el botín con Nat. Nuestra cuenta crecía y nos emborrachábamos con cerveza barata y las posibilidades de empezar a vivir de verdad cuando acabara el verano.
A Alonso Ochoa yo le veía poco. Algunos sábados practicaba con sus palos de golf en el jardín. Raquel lo miraba desde el porche, los críos y yo lo mirábamos desde la piscina, los perros le ladraban. El resto de la semana, salía.
Al club de golf, me dijo Raquel, con la misma arruga en su nariz hecha a medida que se le ponía si su hijo mayor se acercaba a un piano. Alonso no valía para nada, me decía, con una copa de espumoso o un Bellini en la mano. Todo el dinero era de ella, su familia ponía el pedigrí. A él lo conoció en una exhibición de coches de lujo organizada por su padre y pensó que le hacía juego con la carrocería. Fue una decepción. Se estiraba en el sofá o en la tumbona como una pantera, entonces, y me cogía la mano, o me tocaba la mejilla, o me colocaba el pelo tras la oreja.
A Nat no le hablé de aquello.
Pensé que, si le seguía el rollo a Raquel, acabaría con algo grande entre las manos. La caja fuerte. O una Visa Oro. O yo qué sé.
Julio voló como el destello del sol en la piscina. En agosto, Nat y yo buscábamos qué moto comprarnos con todo el dinero que habíamos estafado. Y los Ochoa me invitaron a sus dos semanas de vacaciones en la playa.
Yo le prometí a Nat un botín aún mejor a la vuelta.
—Que les den —dijo ella, nuestros tobillos enredados bajo la mesa del bar—. Déjales que se queden su playa y a sus críos psicópatas. Tenemos suficiente. Podemos irnos hoy.
Pero no nos fuimos.
Una moto y algo de pasta para empezar iban bien, le dije a Nat, pero podíamos conseguir más. Mucho más. Podíamos tenerlo todo. Hasta champán para desayunar.
Ella me dijo que vale, y el resto de la mañana la música del bar subió de volumen sobre nuestro silencio.
Junto al mar, la rutina era la misma y a la vez no. La sal se nos quedaba en la piel y Alonso Ochoa se quedaba en casa. En vez de golpes de piano, eran portazos los que decoraban las tardes. El casi-adolescente encontró a otros casi-adolescentes con los que sumergirse en más pantallas. El pequeño coleccionaba cangrejos y los aplastaba en el arrecife. Alonso se iba con la bolsa de golf algunas mañanas. Raquel me acorralaba algunas noches, después de que yo acostara a los críos, y se quejaba y me abrazaba y decía que sólo yo la entendía.
Y yo pensaba en Nat, en la moto, la vida que íbamos a empezar, y el disfraz de Gala Ramos se me escurría un poco de la cara.
La última noche, antes de volver, Raquel me besó.
Yo la aparté, mareada de bochorno.
Bajé las escaleras y me encontré con Alonso en el sofá, encerando un palo de golf. La tele estaba puesta y sin volumen. Y él no me miró cuando dijo:
—No eres especial, ¿sabes? Esto no lo hace por ti. Es por mí, siempre. Siempre es por mí.
Por la mañana, ni él, ni su bolsa de golf, ni los niños, ni el Mercedes estaban en la casa.
Dejó una nota, eso sí, diciendo que llevaría a los críos al chalet de sus padres, y más cosas que Raquel leyó, y que la hicieron estallar. Dio portazos a todo lo que pudo: puertas, ventanas, maletas, teléfonos, el coche que alquiló y con el que volvimos a la ciudad.
Casi no me habló en el camino, y yo me sentía de resaca.
El cerebro me martilleaba en el calor deshidratado de la carretera.
Mandé un mensaje a Nat.
Raquel aparcó en la puerta y entramos al dúplex por el garaje. Ahí estaba el Mercedes, y el equipo de golf de Alonso. Ella cogió un palo cualquiera y, sin más, lo estampó contra las ventanillas del coche. Luego, contra el parabrisas, luego, contra los retrovisores. Después subió las escaleras y entró en casa.
Yo me quedé quieta en el umbral. Los cristales estallaban por cada rincón del dúplex. Alonso y Raquel gritaban, y no entendí ni una palabra en medio de la explosión de esquirlas, de porcelana, de todo lo demás.
Pararon sólo cuando ya no había nada que reventar.
Y los dos resollaban como si acabaran de disfrutar de la mejor noche de sexo de sus vidas.
Alonso dijo:
—No soy yo quien quiere destruir esto, ¿sabes? ¿No ves quién sí que lo quiere?
Se volvieron hacia mí entonces. Los dos guapos y rubios, en mitad de los restos de su casita de cristal; ella con el palo de golf, él con el pelo revuelto. Yo tropecé en el garaje al retroceder, pero sólo una vez.
Luego corrí.
Salí de su casa, de la urbanización, y corrí y corrí y corrí y corrí. No sé hasta dónde. Paré sólo cuando Nat me llamó. Le conté todo, y ella me recogió en una gasolinera, en nuestra moto, tan nueva y brillante y de lujo.
Después, corrimos más.
Nos fuimos a vivir lejos, bien lejos, y aún así pensaba en ellos si oía un motor, o un portazo; cada golpe me parecía el de un palo de golf. Nat y yo pasamos juntas otoño, invierno y primavera y, cuando llegó otro verano, recibí una carta dirigida a mi verdadero nombre.
Dentro, había un dibujo de acuarela y unas palabras firmadas por los Ochoa. Me preguntaban si quería volver a pasar el verano con ellos, recuperar mi puesto de niñera, con una mejoría ligera en el sueldo.
Los críos me echaban de menos.
Sólo sé escribir cosas que ocurren en verano, porque mi cerebro funciona mejor a partir de los 30 grados de temperatura y el sol me activa igual que a una lagarta. Este relato (para variar) lo escribí en verano de 2021, para el curso de relato, y lo disfruté como una cría.
Si te ha gustado o has visto Barbie este fin de semana, compártelo para que lo lean más Barbies Estafadoras o Barbies Insatisfechas con su Matriomonio.
O puedes dejarme un comentario si lo que quieres es desearme buena suerte con las cositas editoriales que tengo pendientes y que deberían resolverse próximamente.
Si lo que has hecho este fin de semana es ver Oppenheimer, también hay sitio para ti en este post, suscríbete para seguir leyendo en el futuro.
Si no quieres hacer nada, también está estupendo, que estamos en verano y la energía hay que dosificarla. ¡Nos leemos!