Esta semana mi alumna favorita me dejó leer un manuscrito suyo. Ella tiene diez años y el manuscrito seis páginas escritas a mano, con dibujitos y tachones y una mancha enorme de Cola-Cao en la segunda página. Me contó que, cada vez que escribe un número (es un híbrido entre cómic y libro), lo va pasando por su clase en el colegio, y que tiene mucho éxito, así que de broma le dije que debería venderlo.
Y ella me miró horrorizada.
¿Venderlo, por qué? ¿Para qué? Si la gente lo estaba leyendo ya y le gusta, si a ella le encanta escribirlo, si no necesita que le paguen para tener ganas de escribirlo y compartirlo. «Soy como una biblioteca» me dijo. Yo, que tenía reciente el libro de Anne Lamott, me quedé pensando en la escritura y el juego y la imaginación. Pero lo mejor fue que, al día siguiente, una amiga de esta niña llegó con otro manuscrito (diez páginas, sin manchas de Cola-Cao, con elementos de terror) para intercambiarlo con ella. Y yo, medio orgullosa por haber empezado un club de escritura en el parque de los campamentos y medio triste porque ha sido la última semana que tengo a estas dos alumnas juntas, llegué a casa y me encontré este tweet.
Lo habréis visto seguro, porque lleva toda la semana rulando por internet y llenando a los, las y les escritores de twitter de indignación y miedo a partes iguales. Las IAs nos van a quitar el trabajo, las IAs van a colapsar el mercado, las IAs van a llenar las librerías de historias formuladas y escritas automáticamente porque es más barato y lleva menos esfuerzo y está al alcance del cualquiera y se nos avalanchan encima como los más viejos de por aquí recordamos que se nos echaba encima el efecto 2000 en aquella época, un apocalipsis tecnológico al que es imposible sobrevivir.
Pero si esto pasa (y yo no sé si pasará o no), lo imposible es que sea definitivo.
Y es imposible por la naturaleza misma de la escritura.
He pensado mucho que en el centro de escribir algo, cualquier cosa, lo que hay es una necesidad expresiva. Quiero decir algo y como no lo sé decir (o no puedo, o no quiero, o no creo que vayan a escucharme) directamente, voy a disfrazarlo de historia y expresarme de esta manera. Sin embargo, ahora creo que hay algo que subyace aún más profundo que ese deseo expresivo.
Porque escribir es jugar.
Es encajar las palabras para que digan lo que quieres sonando como quieres, pintar un escenario, situar a los muñecos, y ver qué pasa si hago esto, y qué pasa si no lo hago, y si lo llevo hasta aquí, y si le doy la vuelta, y si ahora guardo la mitad de mis juguetes e intento construir una torre sólo con los triangulitos.
Al final, entre experimentos y desastres y bloques de LEGO que te clavas en la planta del pie, a veces surgen maravillas. A veces no. Pero cuando surgen, el cariño, el disfrute, el juego, la diversión que hay detrás de la historia se notan y traspasan la página, y es fácil darse cuenta como lector de dónde surgen estas chispillas de magia, ¿y quién no quiere dejarse hechizar?
Yo escribo porque me gusta, y escribo así porque me gusta escribir así: me gustan las enumeraciones y poner dos puntos y empezar párrafos con «Y». Tal vez mañana me aburra de jugar con estos bloques y me apetezca usar otros. Así que, al margen de que la IA esté (ahora mismo) a años luz de poder conseguir una “prosa perfecta” como decía el señor aleatorio de twitter, es irrelevante porque la prosa perfecta no existe.
Existe la prosa que te gusta y la que te pega y la que te conviene, la que combina mejor (o más sorprendentemente) con lo que vienes a decir hoy: como un Troll de juguete casado con un Furby, o las patatas fritas del McDonalds con helado. Lo perfecto puede fascinarnos al principio, pero al final nos aburre, igual que nos aburre que el Troll sea siempre el malo, así que en el juego de hoy la mala va a ser Barbie.
Tal vez lo artificial, lo comercial, lo perfecto y lo prefabricado llene el mercado, pero seguiremos jugando. Y tal vez por contraposición a lo artificial, lo comercial, lo perfecto y lo prefabricado, nos inventaremos juegos diferentes. O serán sólo juegos redescubiertos del desván, a los que les falten algunas piezas, y que utilicemos de manera diferente. Serán juegos que compartir con amigos y con quien esté ese día en el parque, y al final la tendencia volverá a cambiar porque a nadie le gusta quedarse sentado mientras los demás juegan y se divierten.
El mercado de la literatura es precario ya de por sí, quién sabe si colapsará o sobrevivirá, pero, en el fondo, es lo que menos importa. Tal vez, como mi alumna favorita, acabemos mirando con horror a quien nos sugiera que cobremos por jugar. Y seguiremos escribiendo porque es lo que nos gusta: poder darle a alguien diez páginas arrancadas de un cuaderno, escritas a mano y llenas de tachones, con una mancha de Cola-Cao enorme en la página dos, para que la otra persona, la que lo lee, sea parte de nuestro juego.
Si te ha gustado este post, o el capítulo de Buffy Cazavampiros que predijo al Chat GPT, no dudes en compartirlo por internet para invitar a todos tus amigos a jugar.
También puedes comentar sobre lo majas que son mis alumnas, porque son las mejores.
Y siempre puedes suscribirte para más reflexiones escritoriles, charlas sobre estructura narrativa y referencias a Taylor Swift, aunque hoy no he metido ninguna, así que cuenta esta como la ración semanal, a ver si me dan ventaja para comprar las entradas.
¡Y esto es todo! Disfrutad del sol y del cloro de piscina.